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El castigo de Fidel Castro fue morir en la irrelevancia

No hay lugar para el comunismo en el siglo XXI. Tuvo su oportunidad en la Tierra y se le acabó. No fue el capitalismo el que ganó la Guerra Fría: el comunismo perdió sin ayuda. Todo ese orgullo fue en vano. Rusia descubrió que no necesitaba una ideología en particular para oprimir a su pueblo. China ya ni se molesta en fingir que es comunista. Vietnam se lleva divinamente con los gringos. Corea del Norte sigue jugando con fuego, pero se hará más daño a sí misma que a otros. A Venezuela cualquier día de estos se le acaba ese capricho que ya le ha durado demasiado.

Y Cuba, la venerable Cuba, que fue faro y guía de adolescentes ilusos en todo el continente, se quedó sola, como anciana loca, gritándole a un molino de viento que ya ni siquiera está ahí. Hace años que Estados Unidos no es ninguna amenaza para Cuba y hace años que Cuba no es ejemplo para nadie. Las preocupaciones de la humanidad son otras. Las respuestas al problema de la justicia social se pueden encontrar en Suecia y en Canadá y en Bután y en Nueva Zelanda, y no hizo falta ninguna revolución. Tenemos problemas peores. El castrismo ya no tiene nada que decirle a este siglo. Entre ISIS y Trump y Brexit y Le Pen y Erdoğan y Aleppo y Yemen y Rakhine y Nauru y Sudán del Sur y Putin y Burundi y Duterte y Sisi y Pegida y Orbán, la muerte de Fidel Castro a duras penas fue perceptible. Después de una vida larga, intensa y ruidosa, el dictador desapareció en la más banal irrelevancia.

Uno puede entender las motivaciones de Castro como primer opositor viable de la Doctrina Monroe. La cadena de golpes de estado y dictaduras orquestadas por la CIA en Latinoamérica es escalofriante de narrar e imposible de defender. El problema con el castrismo es que la alternativa que creó para los cubanos no era nada mejor. Sus estadísticas de avances sociales necesitan ser matizadas, y no justificarán nunca el uso permanente de la censura, el secretismo y el asesinato como herramientas de represión. La señal más evidente de anomalía fue la prohibición de salir de la isla: al igual que en Europa Oriental, la sola norma servía como admisión de que el régimen no funcionaba. Si el comunismo fuera tan bueno, no querría irse tanta y tanta gente. Uno no necesita tener amarrado al que está feliz.

La respuesta del gobierno gringo a la revolución cubana fue espectacularmente estúpida. No fue Castro sino Kennedy el que escaló la crisis de los misiles soviéticos y de paso casi acabó con la especie humana. El peor error desde un punto de vista mediático fue el embargo económico: le dio al castrismo el pretexto perfecto para excusar cada fracaso. Solo al perder el patrocinio soviético tuvo que admitir el régimen cubano que no podía continuar ignorando el mercado mundial.

Sorprende que siquiera exista desacuerdo sobre el triste legado de Castro. Con el tiempo se desmontará su leyenda, pero por el momento todavía le queda una cantidad desconcertantemente alta de fans. Cuba todavía es la tierra soñada para manifestantes, sindicalistas e intelectuales, un paraíso marxista con palmeras en lugar de la nieve siberiana. En África recuerdan con afecto la ayuda cubana durante la descolonización, si bien las lealtades de Castro se movieron según la conveniencia del momento. Y el chavismo, por supuesto, le rindió honores, como el suicida que admira la calidad de la soga.

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